19 de Septiembre, 2008

El Rey de Bastos

Por Leonel Puente Colin - 19 de Septiembre, 2008, 17:11, Categoría: Paquete Cuento

El niño aquel no comprendió cómo era posible que un juego pudiera llegar a ser tan dañino y creció con la intrigante duda de lo que había ocurrido en aquellas calles. Sólo hasta muchos años después, oyendo una plática aparentemente insignificante, atando cabos resolvió el enigma. Sin embargo, ya era tarde para hacer cualquier cosa. El muerto ya no podría volver a la vida y él, poco afecto a la violencia o a la aventura, decidió callar.

Sobre la banqueta estaban, dispersas y manchadas de sangre, las cartas de una baraja. Faltaba el Rey de Bastos, como después pudo apreciar al poner en orden aquellos coloridos cartones con figuras y números que fungieron como instrumento fatal. A veces, en noches de insomnio, reconstruía la escena: Una mesa rebosante de billetes, varios rostros maliciosos y desconfiados, también un par de botellas de vino vacías. Alguien había puesto veneno en la copa del ganador, para quien la gloria y la fortuna sólo estaban sonriendo fugazmente pues, a unos cuantos pasos fuera del recinto donde ocurriera todo aquello, se desplomaría para luego ser despojado impunemente.

Cuando, al día siguiente de los acontecimientos, fueron levantadas del suelo las desordenadas cartas de la baraja, el infeliz jugador estaba siendo velado a llanto abierto por su familia. Al otro mundo solo se llevó una carta: la faltante.

Aquel niño, hábil para dibujar, fue encomendado por sus padres a un excelente maestro de pintura, quien le enseñó a combinar los colores y las formas magistralmente. En muchos lienzos trazò infinidad de imágenes hermosas y vibrantes, pero, obsesionado con aquel asesinato, decidió encerrarse en su taller hasta plasmarlo perfectamente. Y tanto lo logró que hasta sintió miedo de que los implicados tomaran represalias y le hicieran daño si fuese expuesto el cuadro en alguna galería de arte.

Ahí, escondida en un taller, estuvo algunos años la obra máxima de aquel pintor. Luego, cobardemente, fue destruída por su propio creador. El Rey de Bastos se titulaba aquel cuadro que nadie nunca conocerá.

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