La simple mención de
su nombre parece evocar el olor del azufre. Se le imagina como el ángel más
bello de la creación y también como el causante del mayor drama cósmico jamás
ocurrido. Cuenta la leyenda que, seducido por su propio orgullo, arrastró a una
gran parte de los ángeles que adoraban a Dios, provocando una rebelión cuyas
consecuencias últimas son la existencia del dolor, la maldad y la muerte en el
mundo. Lucifer es considerado desde entonces como el ideólogo del mal, el
instigador del lado oscuro del hombre, el tentador primero. Pero su historia
está llena de contradicciones, y una de ellas es la ausencia de una verdadera
historia.
Porque, un acontecimiento de tal magnitud, de tamaña trascendencia para el ser
humano, no podía pasar inadvertido para los autores de la Biblia. En sus
páginas deberíamos encontrar un relato pormenorizado del suceso y de cuáles
fueron sus causas. Pero no es así. De hecho, el nombre de Lucifer ya no aparece
en ninguna Biblia moderna, aunque sí estuvo presente en las antiguas. Fue
borrado de la historia, pero no de la leyenda. En realidad, todo el mito
moderno de Lucifer parte de un equívoco, de un simple error de traducción.
"Lucifer" es una palabra latina que significa "portador de la
luz". Fue empleada por San Jerónimo en la elaboración de la Vulgata —la
versión en latín de la Biblia— para traducir el término hebreo Helel
(literalmente «resplandeciente») de un texto de lsaías. Fue una elección
meditada, que buscaba conciliar los distintos sentidos que —según algunos— el
texto hebreo parecía contener. Y es que, ya en aquella época, algunos
"Padres de la Iglesia" habían creído encontrar en aquellas palabras
¡la descripción de la caída de Satanás!
Hasta aquel entonces Lucifer —también conocido como Heósforo— era tan sólo un
dios menor de la mitología grecorromana, un hijo de la diosa Aurora que nada
tenía que ver con las tradiciones judías o cristianas. Su condición de
descendiente de los dioses influyó en la elección que realizó San Jerónimo. Pero, ¿qué decía en realidad el texto de Isaías? El profeta recogía la
siguiente sátira, compuesta por Yahvé evocando la derrota de su enemigo, el rey
de Babilonia: «¿Cómo has caído del cielo, astro rutilante, hijo de la aurora, y
has sido arrojado a la tierra, tú que vencías a las naciones? Tú dijiste en tu
corazón: "El cielo escalaré, por encima de las estrellas de El elevaré mi
trono y me sentaré en la montaña del encuentro, en los confines del Safón;
escalaré las alturas de las nubes, me igualaré a Elyón (el Altísimo)". Por
el contrario, al sol has sido precipitado, al hondón de la fosa» (Is. 14,
12-11).
La Vulgata empleó la palabra Lucifer en la traducción de la primera frase:
«¿Quomodo cecidisti de coelo, Lucifer qui mane oriebaris?...» Las sucesivas
versiones a las lenguas vernáculas conservarían sin traducir esa palabra
latina: «¿Cómo caíste del cielo, oh Lucifer, hijo de la Aurora?...» Desde
entonces, Lucifer fue considerado un nombre propio. Había nacido la leyenda del
ángel rebelde, el mito grecorromano resurgía, la leyenda pagana se
cristianizaba y el origen del mal en el mundo había sido, por fin, hallado. Se
había creado un nuevo nombre y un nuevo personaje.
El mito sobreviviría luego al paso de las edades y muchas leyendas medievales
se nutrirían de estas ancestrales raíces, creando relatos de gran belleza y
simbolismo, pero Isaías -su autor primigenio- sabía muy poco de mitología
clásica. Sus fuentes pertenecían a un ámbito cultural muy diferente y el fondo
de sus palabras reflejaba un drama que nada tenía que ver con batallas cósmicas
entre ángeles, pero sí de luchas entre dioses. O al menos entre hijos de los
dioses...
La Biblia encierra muchas
sorpresas. Su estudio detallado revela circunstancias que chocan frontalmente
con los dogmas establecidos con el paso de los siglos. Una de ellas se refiere
a las creencias originales del pueblo judío. En un principio, aunque pocos lo
sepan, Israel aceptaba la existencia de otros dioses, pero sometidos a la
autoridad de Yahvé. Esa concepción coincidía, a grandes rasgos, con la que
tenían los cananeos, el pueblo que habitaba gran parte de las tierras que luego
serían conquistadas por lsrael La principal diferencia entre ambos consistía en
que, para los primeros, ese dios principal era Yahvé, mientras que, para los
segundos, era Baal.
Pero Baal no era sino el hijo de otro dios llamado El, a quien sustituyó en el
trono. Curiosamente, Yahvé manifiesta en la Escritura numerosas veces, su odio
visceral hacia Baal, pero nunca hacia su progenitor. Sorprende que un dios
celoso como era Yahvé permitiera después a los judíos utilizar esa misma
palabra, «El», para designar a su persona, tal y como podemos observar en
numerosos pasajes de la Biblia.
¿Por qué esa excepción con un dios de sus enemigos los cananeos? ¿Acaso se
trataba de un dios diferente? Esas contradicciones han llevado a algunos
exégetas a insinuar que ese dios El de los cananeos y su homónimo hebreo
—también conocido como Yahvé— podrían ser en realidad el mismo dios. Hay un
texto clave en el capítulo 14 del Génesis que parece confirmar tal hipótesis.
Allí encontramos a dos personajes, uno judío —Abraham— y otro cananeo
—Melquisedec—, que se saludan mutuamente invocando ambos al mismo dios:
El-Elyón, nombre compuesto con el del dios cananeo y el superlativo «Elyón» (el
Altísimo). El que tanto Melquisedec como Abraham utilizasen en su saludo el
mismo nombre, no deja opción a ninguna otra explicación: ambos adoraban al
mismo dios. Yahvé no era sino el nombre con el que los judíos conocerían al
antiguo dios de las cananeos, y a partir de ese momento el título de «el
Altísimo», utilizado hasta entonces sólo por los cananeos, pasaría también a
ser empleado por los israelitas para referirse a su dios.
Y si ambos dioses eran en realidad el mismo, las «leyendas» de los textos
cananeos pueden también aplicarse a Yahvé. Así, por ejemplo, se dice que de los
amores de ese dios con distintas mujeres nacieron varios hijos. Uno de ellos,
llamado Sahar (aurora) tiene una relación directa con la historia de nuestro
personaje, pues en el texto de Isaías Lucifer es llamado Helel ben Sahar por el
propio Yahvé, es decir «Lucero hijo de la Aurora». Y aquí nos encontramos con
la paradoja de que —en base a ese título, y según la mitología cananea— Lucifer
podría ser descendiente directo, aunque no reconocido, de Yahvé.
Antes de rechazar de plano tan
heterodoxa idea deberíamos regresar al texto de Isaías. Allí comprobaremos cómo
Lucifer pretendió «escalar el cielo y colocar su trono por encima de las
estrellas de El». Se dice que en la Biblia, las estrellas simbolizan los
miembros de la corte de Yahvé. Pero el texto menciona algo más: Lucifer
ambicionaba «sentarse en la Montaña del Encuentro, en los confines del Safón».
«Safón», en hebreo, significa «norte», pero para los cananeos, el Safón era
precisamente la montaña donde moraba la divinidad. No lejos de ahí se
encontraba «la Montaña del Encuentro», lugar donde los dioses tenían sus
asambleas. La idea es casi universal: los griegos hablaban del monte Olimpo, en
cuyo pico más alto vivía Zeus, y en su morada convocaba las reuniones con otros
dioses; los hindúes mencionan el monte Meru, en cuya cumbre se hallaría la
ciudad dorada de Brahma, punto de encuentro de dioses. Tales ideas, lejos de
ser ajenas al pensamiento hebreo, se encuentran ratificadas en multitud de
puntos de la Escritura, supervivientes a posteriores «retoques» más acordes con
la ortodoxia monoteísta de los últimos siglos del judaísmo. Pero, ¿qué ocurría
en la privacidad de las reuniones de Yahvé con los otros dioses?
Aunque el Libro de los Salmos es bien conocido, casi nunca se repara en el
revelador contenido del número 82. Allí se habla de un Yahvé orgulloso, que
ostenta de nuevo la jefatura entre los dioses, dispuesto a poner las cosas en
su sitio. Dice así el texto:
«Elohim se yergue en la asamblea de El, en medio de los dioses juzga: ¿Hasta
cuándo juzgaréis injustamente y guardaréis consideración a los malvados? Haced
justicia al humilde y al huérfano, vindicad al infeliz y al pobre. Rescatad al
humilde y al indigente,- de manos de malvados liberadle... Yo me dije: ¡Dioses
sois, e hijos de Elyón todos vosotros, sin embargo, moriréis como hombres, y
como cualquiera de los príncipes, caeréis».
¡Dioses sois, e hijos, de Elyón! El texto no deja lugar a dudas: los dioses
juzgados, aquéllos a quien Yahvé había confiado distintas funciones, son sus
propios hijos y el texto pertenece a la Biblia. Ahora bien, ¿qué funciones
realizaban estos hijos de Elyón? La respuesta nos la da el Deuteronomio:
«Cuando Elyón repartió las naciones, cuando distribuyó a los hijos de Adán,
fijó las fronteras de los pueblos según el número de los Sene'El [los hijos del
dios El], mas la porción de Yahvé fue su pueblo» (Deut. 32, 8-9).
Es decir, cuando Yahvé comenzó tener descendencia, dividió su reino entre sus
hijos, reservado para sí una parte del territorio: el que primero ocuparían los
cananeos y luego Israel. Tal pudo ser el origen de muchas monarquías de aquella
zona. Pero con el tiempo esos reyes dejaron de ser leales y cuestionaron la supremacía
de Yahvé. Incluso su propio hijo Baal llegaría a arrebatarle el trono. Esa fue
la razón por la que Yahvé planeó la invasión del territorio cananeo por el
pueblo de Abraham: necesitaba que un nuevo pueblo fiel ocupase su antiguo
territorio, le rindiera culto y le erigiera de nuevo en dios del lugar. Con
ello recuperaría además del trono en aquella zona, el título que había perdido
de «Dios de los dioses» (Jos. 22, 22). En cuanto a esos otros dioses, Yahvé no
dudó ni por un momento en acabar con ellos cuando lo creyó necesario. Eso sí,
les dedicó bellas palabras que recordaran su antigua magnificencia. Así, por
ejemplo, ocurrió con el rey de Tiro:
«Tú eras sello de perfección —evocaba Yahvé— lleno de sabiduría y de acabada
belleza; en el Edén, jardín de Elohim, habitabas. Tú eras un querubín
consagrado como protector. Yo te había establecido; estabas en la Santa Montaña
de Elohim... hasta que se descubrió en ti la iniquidad. Se enegrió tu corazón
por tu belleza, echaste a perder tu sabiduría por tu esplendor. Por tierra te
he derribado... te he arrojado de la Montaña de Elohim, y te he destruido, ¡oh,
querubín protector!» (Ez. 28).
El rey de una nación vecina
¿invitado al jardín de Elohim? ¡Naturalmente! Tal era la prerrogativa de los
dioses-reyes. Y entre ellos no podía faltar el faraón de Egipto, «creme. de la
creme», quien —según Yahvé— destacaba sobre todos los demás como el más grande
y hermoso cedro de su jardín: «Ningún árbol, en el jardín de Elohim, le
igualaba en belleza». Pero, víctima plecisamente de su propio orgullo, se hizo
merecedor del castigo divino: «Por haber exagerado su talla, levantando su copa
hasta las nubes, y haberse engreído su corazón de su altura —continuaba Yahvé—,
yo le he entregado en manos del conductor de las naciones, para que le trate
conforme a su maldad; ¡le he desechado!» (Ez. 31).
Vistas así las cosas, no es de extrañar que cayera también Lucifer, el rey de
Babilonia. Pero aquí hay algo que no encaja: ¿por qué no era admitido en la
asamblea de los dioses?, ¿acaso era diferente de los demás? Parece ser que sí.
La mayoría de las dinastías reales de la antigüedad proclamaban ser
descendientes de los dioses procedentes de los cielos. Así lo afirmaban, por
ejemplo, los primeros faraones, los reyes babilónicos o los emperadores chinos.
Pero no así los reyes asirios. Y ese parece ser el caso de Lucifer. Cuando
Isaías escribió su poema, Babilonia se encontraba precisamente gobernada por
reyes asirios. Y éstos, a diferencia de sus predecesores babilónicos, nunca
pretendieron que su estirpe fuera de origen divino.
Sin embargo, tras la muerte de Salmanasar le sucede un rey de oscuros orígenes
llamado Sargón II. No era hijo de su predecesor. Presumía de un linaje mucho
más noble. Se jactaba de contar entre sus antepasados con 350 reyes, entre los
que incluía al asirio Elu-bani (? - 69l a.C.), hijo del mítico rey conquistador
Adasi. Con este abolengo no es de extrañar que reclamase el mismo trato que
recibían los otros reyes-dioses, pero sus exigencias nunca fueron aceptadas.
Tal vez por eso juró odio eterno a Yahvé y apoyado por la fuerza de «sus
señores los grandes dioses» —reza un texto desenterrado en Nínive— Sargón II
arrasó la ciudad de Samaría, venciendo así a Yahvé y a los dioses que le
apoyaban. Todo el reino del norte (las diez tribus de Israel) cayó bajo su
dominio. Y si el Reino del sur (Judá) sobrevivió otros cien años más fue
gracias a una misteriosa pero oportuna intervención del Ángel de Yahvé, que
logró exterminar en una sola noche a 185.000 asirios (2 R. 19, 35). La acción,
sin embargo, llegó demasiado tarde para los 27.290 habitantes de Samaría que,
junto con el resto de los israelitas capturados ya habían sido desterrados y
dispersados entre otros pueblos. Estas fueron las famosas tribus perdidas de
Israel.
En cuanto a Sargón II, sufrió —¡cómo no!— la muerte que se merecía. Nada
mencionan las crónicas asirias, salvo que «no fue enterrado en su casa». Pero
el dato indica una muerte poco heroica en batalla, hecho que encajaría
perfectamente con la descripción de la Biblia: «Todos los reyes de las naciones
reposan con honor, cada uno en su morada -precisaba Yahvé al final de su
sátira, pero tú eres arrojado lejos de tu sepulcro, como un vástago
despreciable, como un cadáver pisoteado» (ls. 14, 18-19).
Ese fue, con toda probabilidad, el fin de Lucifer, el rey despechado que
conquistó todo en su vida menos el título de Hijo del Cielo. Sólo tuvo la
gloria de arrebatar a Yahvé uno de sus reinos y poder demostrar así ante todos
la vulnerabilidad del «dios de los dioses». Pero, ¿quién era ese tal Yahvé cuyo
poder fue puesto en entredicho por un simple mortal?
Se trataba de un «dios de raza», ligado a un territorio y a un pueblo. Uno de
los muchos que «controlaban», para bien o para mal, el destino de los países.
Ostentaba el cargo de «dios supremo» en las asambleas que los dioses realizaban
periódicamente para tratar asuntos de estado. Y su estatus fue cuestionado.
Primero fue su propio hijo 8aal quien le usurpó el trono. Y luego sería el rey
dé Babilonia quien pretendería desplazarle de su lugar. He ahí el Lucifer
histórico, aquél a quien el tiempo y la leyenda transformarían en el «ángel que
quiso ser Dios». Pero ni Yahvé ni «sus hijos» eran realmente dioses.
De entrada, la más que confusa
historia de Sargón sólo parece cobrar sentido a la luz de la antigua creencia
sumeria se gún la cual ciertas «personalidades» sobrevivían a la muerte física
y era posible identificarlas después de que habían tomado un nuevo cuerpo
recuperando entonces la misma posición social que tenían anteriormente. Según
la teoría que podría derivarse de esto, los dioses caídos del cielo que
dominaron la tierra en un pasado remoto —y que la tradición judeo-cristiana
recuerda como Nefilim, Hijos de Dios o Ángeles Caídos— no sólo tuvieron descendientes
sino que probablemente acabaron reencarnándose en esta estirpe celeste, dotada
de cualidades especiales, y establecieron las monarquías hereditarias de origen
divino como una forma de perpetuar su poder terrestre. [Para más detalles sobre
este mito, referirse al Libro de Enoc].
Algunas escuelas esotéricas difieren de esta visión refiriéndose a los
espíritus Luciferinos como ángeles que se rebelaron contra el dios creador de
nuestro sistema solar o de nuestro zona del Universo, siendo precipitados por
ello a un nivel inferior, en el que "trajeron la luz" al hombre,
enseñándole al hombre cómo podía dejar de ser un esclavo de los dioses y
convirtiéndose en su propio dueño y señor. Dichos seres incorpóreos
representados en diversas tradiciones como serpientes, hicieron esto con el
propósito de utilizar el cerebro del hombre para adquirir conocimiento,
despertando en él individualidad y la conciencia, pero arrojándole al tiempo en
brazos del sufrimiento y la enfermedad.
Para las más diversas elucidaciones metafisicas y esotéricas, el nombre de
Lucifer personifica una poderosa realidad invisible que trasciende su estricto
significado etimológico y encarna el espíritu de rebelión. Otras corrientes van
más allá, afirmando que estos seres estaban dotados —por lo menos
temporalmente— de cuerpo físico, capaces al mismo tiempo de actuar en otros
plano más sutiles actualmente vetados al hombre. A esto último le agregan que
desde la famosa expulsión del Paraíso, el acceso a tales planos está limitado
tan sólo a unos pocos seres llamados «iniciados», y que el día en que la raza
humana tenga plena conciencia de esos planos, el poder de los «dioses» sobre
nosotros habrá terminado. Una idea bastante intrigante, aunque no deja de ser
un mito.
Hay que tener en cuenta que a lo
que me refiero en este texto, no es una realidad como tal, no existieron reyes
divinos, ni seres serpientes; considero que la relación entre la metáfora de
Lucifer como un rey asirio es lo que dio pauta al mito, justo como 666 no es
más que el nombre de Nerón encriptado. En la mente antigua judaica existió un
odio por haber sido esclavos de un pueblo extranjero, o varios, que además les
prestó sustratos míticos con los cuales elaborar un corpus de ideas para sus
propios mitos por el contacto con nuevas religiones. Así, de Dios se puede
identificar más de dos versiones en la misma biblia dependiendo de la etapa
histórica en qué fue escrito el pasaje, por ello se puede encontrar un dios
amigable que un día visita a Abraham en persona y en otro un dios rabioso que
no permite que lo vea Moisés en lo alto de la montaña. Pero eso es parte de
otro ensayo.