La Ninfa del Lago
Por Agustín Garfias - 9 de Julio, 2009, 18:56, Categoría: Paquete Cuento
“Miles de buitres callados, van extendiendo sus alas, ¿no te destroza, amor mío, esta silenciosa danza? ¡Maldito baile de muertos! Pólvora de la mañana”. Al Alba Luis Eduardo Auté. Cada año, en esta fecha, al
amanecer recorro el lago dos veces. Una vez en el sentido de las manecillas el
reloj, la otra al contrario. A la altura de la fuente de las ninfas, por donde
casi siempre llegábamos, comienzo la caminata. Y luego, al terminar el
recorrido, me siento en una banca y fumó un purito cubano. Ya no debería de
fumar porque mis pulmones están resintiendo el castigo, pero hoy me lo permito
sin reproches y me lo permitiré siempre aunque dejara el tabaco. No llevé pan para los peces, se me
olvidó por completo, pero siendo Sábado sobraba quien les aventara migajas. Aquella vez también era Sábado, pero no
había ni un rayito de sol, la lluvia era inminente y casi no había gente
paseando; las nubes estaban negras, furiosas, a punto de desbordarse, pero
recorrimos el lago dos veces sin que se desatara la lluvia. Dimos de comer a
los peces y luego fuimos a recoger el coche del estacionamiento. Manejé yo, casi perfectamente,
rumbo a casa. No se apagó ninguna vez el carro, no aceleré de más ni frené
bruscamente. Ni siquiera me puse tan nervioso como siempre que manejaba
lloviendo. Encendí las direccionales cuando fue pertinente y rebasé como se
debe. El problema fue al estacionarnos, porque el espacio estaba muy reducido
gracias al maldito restaurante de enfrente: sus dueños usaban (y siguen usando)
las calles de toda esa colonia para lucrar con ella, ¡y todavía se indignaban
si les pedías que respetaran tu lugar! Si todos los vecinos nos hubiéramos
puesto de acuerdo en vez de sólo murmurar, los disgustos se los hubieran
llevado aquellos mercenarios. Era mediodía, faltaban muchas
horas para la cita que teníamos allá por el sur. Yo no tenía gana alguna de ir
a esa fiesta, pero aquellos amigos tuyos eran tus héroes y no podían ser desairados.
No debimos mezclarnos con gentes tan extrañas. Comimos en silencio, pero nuestras
miradas no se apartaban más de un instante. Pocas cosas unen tanto a dos
personas como la culpa. Porque culpa es lo que sentíamos, la culpa era lo único
que todavía nos mantenía juntos. Nada más. ¡Ojalá hubiese sido otra cosa la que
nos hubiese mantenido unidos! La pasión, por ejemplo... ese intenso placer, que
no es amor en sí mismo, pues tarde o temprano disminuye su intensidad y,
entonces, si no hay nada de que platicar, ya no queda mucho que hacer. La
amistad... esa maravillosa convivencia cotidiana que, sin embargo, nunca se
transforma en amor si no inflama las venas intensamente. La rutina al menos...
que, paradójicamente, también tiene algunos encantos, a pesar de sus múltiples
sinsabores. Aunque seguías siendo hermosa, ya
no eras mi diosa, ni yo, para ti, alguien admirable. Por pura lógica, por puro
sentido común, desde meses o años antes, cada uno debió de tomar un camino
diferente y jugar su propia suerte; pero no: la maldita culpa nos atenazaba,
nos amalgamaba. Aquel pecado cometido, de manera conjunta, nos marcaría para
siempre. Y tanto peca el que mata a la vaca como quien nada más le agarra la
pata. No era necesario llegar al odio,
se pudo haber evitado, pero así ocurrió: toda agua que se estanca se pudre. Y
nosotros vivimos más de la cuenta unidos por lazos ilusorios, por falsa
promesas de futuro, por proyectos de cambio. Todavía, al despedirnos, te tendí
la mano, y con la mucha o poca sinceridad de que era capaz, te pedí perdón por
no haber logrado comprenderte. Y tú, que jamás aprendiste ni a arrepentirte ni
a perdonar, arrojaste una maldición sobre mí. No comprendo para que vas tanto a
la iglesia, para que tanto rezas. ¡Si supieran tus amigos la serpiente que
anida en tú corazón! Quizá te alegraría saber que aquella maldición tuya aún
continúa haciendo estragos en mi existencia. Quizá hayas sabido por alguien que
aún no consigo levantarme de mi tristeza y sonreirás. También habrías de saber, sin
embargo, que hoy, antes de regresar, miré serenamente el agua estancada, miré a
los cisnes, a los peces, a los patos, y, aunque todo parecía igual, sea porque
ya he enloquecido por completo, sea porque está a punto de concluir mi
pesadilla, el rostro diáfano de una ninfa flotó por un instante sobre la
superficie y sus ojos luminosos me miraron con ternura. Me había quitado la argolla del
dedo, pero me la he vuelto a colocar (en el anular derecho, pues he perdido
peso y de la mano izquierda se me podría caer); me servirá de recordatorio y
ahí la traeré hasta que llegue o encuentre mi liberación. Entonces, junto con
mi esclava de bautizo, será fundida con todo y sus puntos de diamante para
convertirse en una armadura de lentes. 18 y 14 kilates, menos lo que merma o
justamente se roba el joyero, quedará algo muy cercano a los 14 kilates, es
decir, unos anteojos muy funcionales. El fuego todo lo purifica, todo lo
purifica el fuego. Continúa tú, Luciana, si así lo
deseas, con tus odios y tu amargura; probablemente tu camino sea más largo que
el mío en ese sentido; pero yo, desde hoy, buscaré esos ojos, los ojos tiernos
de la ninfa del lago. Sé que cuando los encuentre, no podrán ya alcanzarme tus
deseos de venganza. Agustín Garfias. Chapultepec, Segunda Sección. 13
de Junio 2009
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Etiquetas: LITERATURA, cuento, relato, garfias, ninfa, lago, Chobojos, proyecto cultural chobojos |
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