Eva Colibrí
Por Alma Jessica Beltrán Cruz - 18 de Julio, 2009, 14:11, Categoría: Paquete Cuento
E v
a C o l i b r í. C u a t r o
E s t a c i o n e s K a t z e Eva, sin premura,
despierta bajo la claridad rojiza del sol que pega en los ladrillos que por
horizonte tiene. Ella podría pensar que es el bermellón de la cantera en
Zacatecas, pero sin viento. Eligió ese pantalón azul, de terciopelo gabacho que
en el Chopo le dejaron a cien varitos y unos tenis muy jodidos, como si con
ellos hubiera recorrido alguna sierra fría y sorpresiva, pero no. Se supo
vieja, porque esta ropa tiene tantos años con ella que ya se está deshaciendo,
debe de ser de esa gente que se acaba las cosas hasta los jirones. Sintió que
estaba armada. Armada para la guerra-ciudad. Caminó de Ermita
Iztapalapa a Atlalilco. Vio a una mujer sentada en la escalera del metro que ya
ni el ánimo para pedir dinero tenía. Repentinamente, consideró que esa mujer,
que acariciaba a su hija con cansancio y con dulzura estaba en paz; su hija, con
un oído en el regazo de su madre, también se había olvidado de que fuera de las
manos balsámicas de su madre, algo existía. Eva recordó a su propia madre. El
día ya estaba gris, como la pereza gélida de los días en San Cristóbal de las
Casas. Toda esa parte amurallada de la avenida Ermita hacía su par cromático.
Se sintió sola y sintió frío. Tal vez por la orfandad de sólo contar con los
propios pies-alas. Aparecieron de pronto, sobre el andén detenidos, organizando
el odio, muchos punks, cuya estela policolor y sus cuerpos ataviados de
leyendas cautivaba sus ojos. De Atlalilco a
Garibaldi y después a Plaza Aragón. Las dos líneas traspasadas subterráneamente
con la suavidad de un verde agua que hace sentir a Eva, una sirena seca y
enlatada. Sale de esa gruta seudomarina al encuentro con la hilera de casas
cercanas y distantes, con los cerros, más lejos y con las personas pequeñitas y
apuradas -todo lo cual no puede recordarle el caserío desparpajado de
Guanajuato porque aquí ni hay callejones-, todavía en el vagón del metro. Llega a Olímpica, al
salir, ve a un par de chavitos en medio de un beso tremendo, con los ojos
cerrados, cuerpo a cuerpo, como fuera de ese lugar; a lo mejor estaban
imaginando que sí, que estaban una dentro del otro para no salir jamás. A lo
mejor ese es el amor. Cerca de Eva, pasaron otras mujeres, una chulada de maíz
negro, se figuró que eran skatitas, redonditas y juguetonas. Reían, las orejas
y el pelo con estrellas, vestidas con pantalones ajustados y mochilitas en las
espaldas, se burlaban de todo. Como sí estuvieran llenas de vida. En una esquina sobre
avenida Central, está la madre de Eva. Ha conseguido unas rejas pequeñas, una
sombrilla roja y blanca. Sobre unos contenedores plásticos para refrescos,
cubiertos con colchas, trapos y lonas está la mercancía que vende. A veces es
ropa, hace poco, vendía agendas. De alguna forma ha colocado una conexión
eléctrica para iluminar su reducido espacio, porque está ahí desde las diez de
la mañana, hasta las nueve de la noche, todos los días. El metro pasa enfrente,
alrededor hay una plaza comercial –mega– un Mc Donald’s, un salón de fiestas,
blanco, limpísimo, cuyo contraste se vuelca sobre esta polvosa norte-ciudad. El
cielo de la norte-ciudad es más bajo y claro, más visitado de nubes, con más
viento. La madre de Eva mira el cielo, la mira, mira el cielo. Les cuesta
trabajo creer que todo esto sea verdad. Que el cielo se sostenga. El sol ha
salido. Si alrededor hubiese un lago, en vez del río vehicular, tendrían la
visita de aves acuáticas, como en el breve mercado de Pátzcuaro, faltarían,
claro, los vivos colores de las máscaras. Al partir de regreso,
el microbús como metralla parte el aire atrapado entre los muros de
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Etiquetas: LITERATURA, cuento, alma beltran, eva, colibri, Chobojos, proyecto cultural chobojos |
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