14 de Agosto, 2009

LA TORRE

Por Jesús Leonel Puente Colin - 14 de Agosto, 2009, 13:16, Categoría: Paquete Cuento

Un cerillo brilló en la oscuridad y un cigarro cobró vida en los labios del vagabundo, quien buscó entre sus bolsas un pedazo de carne que ya empezaba a descomponerse y, con asco, la arrojó a un montón de basura que había en la orilla de la banqueta. Todavía quedaba un poco de tequila en la botella y, de un sorbo, se la terminó esperando luego que sucediera el milagro y la botella volviera a llenarse, pero ésta permaneció vacía. Desilusionado, la estrelló en el piso y siguió caminando por las calles. Sentía frío y hambre pero era mayor el cansancio y lo que más le importaba era hallar un sitio donde pasar la noche.

Dando vuelta en una esquina, encontró un puesto de revistas abandonado y se metió en él. El frío se calmó un poco ahí dentro y, acurrucándose como un bebé, se quedó dormido.

Cuando despertó, no tenía ganas de moverse ni de salir; durante horas permaneció acostado oyendo el ruido del mundo exterior y cerrando los oídos al gruñido de su estómago que le pedía un poco de alimento.

Por fin, cuando cesaron los ruidos exteriores y su estómago cansado de pedirle clemencia prefirió callarse, con una mano tanteó sus bolsillos hasta que encontró un pedazo de cigarro que guardaba; con gran esfuerzo se logró sentar y lo encendió. Quiso llorar, pero, no pudiendo hacerlo, empezó a reíse amargamente de su suerte. El cigarro se acabó, quemándole los dedos sin que apenas se diera cuenta y, sintiéndose inmensamente solo, encendió otro cerillo para tener al menos esa fugaz llama por compañía.

Algo le llamó la atención: un bulto blanco hecho con papeles. Acercó  el cerillo y retiró las hojas llenas de letras ilegibles. Eran unos zapatos... ¡unos zapatos nuevos! ¿Quién los habría dejado allí olvidados?... Se quitó los suyos y se los probó. Resultaron un poco grandes pero estaban cómodos. Se sintió muy contento y se levantó para salir a caminar con ellos.

Al salir del puesto de revistas abandonado se despidió de sus viejos zapatos, que tantas calles le habían acompañado y, sin importarle a donde ir, se dejó llevar por los nuevos.

Por el momento el hambre y el frío podían seguir esperando la oportunidad de ser escuchados.

Mientras caminaba, el vagabundo recordó entonces muchas cosas que había hecho y, al voltear cuando caminaba junto a un edificio, observó que, en su cabeza, ya media cabellera tenía la blanca huella del tiempo. Quiso detenerse, para mirarse con calma, pero no pudo, algo le impedía detenerse. "-¿Como es que no me había dado cuenta? - se preguntó  -¿Tanto me he abandonado?- ¡Cómo es posible!".

Siguió andando, pero, cuando llegó a un cruce de avenidas, no pudo detenerse para dejar pasar un trailer que venía a la velocidad de  un demonio furioso.

¡Por muy poco no quedó decorando el asfalto con su piel! Sentía que los pies le ardían y miró hacia abajo. Lo que vio, lo asustó como nunca en la vida: aquellos zapatos despedían llamas amarillas, que iban dejando un rastro de fuego por donde pasaban. Quiso quitárselos, pero no pudo; y cada vez que intentaba agacharse para zafárselos, los zapatos lo arrastraban más pronto a su capricho.

Después de la sorpresa inicial, llegó a tal grado de desesperación, que no pudo más que cerrar los ojos y rezar la única oración que se sabía, la que le había enseñado su abuela muchos años atrás. Atravesó calles y calles hasta que se acabó la ciudad y, cuando creía que ya nunca volvería a detenerse, los zapatos frenaron su carrera.                          

Al abrir los ojos se encontró frente a un bosque visitado por el otoño. Era tan hermoso que, en vez de pensar en quitarse aquellos malditos zapatos, se quedó perdido en la contemplación de aquella maravilla. "-¿En qué sueño he visto esto?- pensó, pero apenas lo hizo, los zapatos emprendieron su frenética marcha".

El vagabundo tuvo un ataque de tristeza al saber que, de aquel bello bosque, nada quedaría y él mismo sería el artifice de su destrucción, pero no cerró los ojos para al menos irse despidiendo de todo antes de que desapareciera.                 

Al final de la línea de árboles, a lo lejos, una torre blanca se erigía solitaria y, al llegar hasta ella, los zapatos se volvieron a detener. El vagabundo escuchaba a su espalda el crujir del incendio que su pasó había provocado. Sólo entonces pudo desembarazarse de aquellos zapatos endemoniados y los arrojó lejos.

El silencio que envolvía todo aquel paisaje era aplastante y, por eso, motivado por alguna extraña esperanza, prefirió empujar la puerta de la torre y entró en ella acompañado por un suave rechinar de bisagras.

En el interior, el piso fresco de mármol dio alivio a sus pies cansados y, en una fuente tallada en piedra negra con forma de mujer, bebió un agua clara y reconfortante.

La torre era una enorme fortaleza circular que iba decreciendo a lo alto. No había huella de alguien hubiese estado recientemente allí, aunque todo relucía como si fuese nuevo o no tuviera relación con el tiempo.

Había una escalinata blanca que ascendía y a intervalos regulares había pinturas muy bien detalladas. El vagabundo, movido por la curiosidad, subió por los escalones lentamente y contempló con detenimiento varios cuadros hasta que, al estar más o menos a la mitad de la torre (que cada vez era más estrecha) se dio cuenta que eran escenas de su vida, de esa vida suya, que desde hacía mucho tiempo sólo la vivía como sombra de hombre, como máquina sin espíritu.

El primer cuadro, al pie de la escalera, era de un bebé llorando en los brazos de su madre y, mientras ascendía, los años de su vida iban avanzando también en aquellas imágenes. El cuadro que ahora observaba, era el de un muchacho melancólico, sentado a la orilla de un río que en sus ojos tenía la fiebre del deseo: esa ansiedad que demanda una respuesta del ser amado, esa oscilación entre ser recibido o rechazado, esa condena a vivir en función de la respuesta... o silencio del otro.

Siguió subiendo y encontró otro cuadro que le llamó la atención más que los otros: un hombre, con el cabello empezando a encanecer, miraba como se alejaba un cortejo fúnebre. Un manto verde cubría el ataúd, tal como ordena la costumbre cuando se trata de una mujer virgen.

La torre era cada vez más estrecha y cada cuadro más complejo que los anteriores, pero el vagabundo quería llegar hasta arriba. Le parecía que estaba dentro de un sueño y que, si llegaba hasta el final, se despertaría, por eso fue que apresuró

Aceleró el paso y dejó de poner atención a los últimos cuadros para llegar hasta donde no hubiera más escalones que subir y, en efecto, allí, en lo más alto de la torre, comprendió que estaba soñando y que la realidad era que su cuerpo yacía congelado dentro de un olvidado puesto de revistas en el otoño del año 92.

Sintió de nuevo una intensa hambre, pero ya no física, sino de saber más de sí mismo y se dispuso a bajar la escalinata poniendo cuidado en grabarse cada detalle de las imágenes de su vida. Sintió sed, pero no se preocupó porque sabía que no tenía sentido apresurarse: debajo estaba aquella fuente negra tallada en piedra con forma de mujer... esperándolo. Y aquella torre sería durante mucho tiempo, y quizás por siempre, su única morada.

Marzo del 93. 

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