31 de Agosto, 2010

Cincuenta y dos hotras después

Por Adriana Echánove - 31 de Agosto, 2010, 20:31, Categoría: Paquete Cuento

Cuando despierto mi madre no está, mi hermana tampoco. Una mañana gris se extiende al otro lado de mi ventana. Agradezco que sea sábado y no tenga que salir corriendo al trabajo. Miro el reloj: he tardado más de media hora en despertarme por completo. Entonces recuerdo que el teléfono estuvo sonando y así fue como supe que no había nadie más en el departamento. ¿Quién llamaría tan temprano? Tampoco sé por qué no están ellas ahí, en sábado, a las siete y media de la mañana.

Como de costumbre, en la cocina me preparo café y dos huevos, pero apenas pruebo el primer bocado cuando vuelve a sonar el teléfono. Salgo a contestar al pasillo.

¿Sí? —digo, con parte del huevo aún en la boca.

—¿Joven Bernardo? Habla María, la enfermera de la señora Carmen.

Termino de pasarme el bocado. Me siento en la silla de la mesa del teléfono y trato de mantener la voz firme.

—¿Qué sucede? ¿Fue usted quien llamó hace cerca de una hora?

—Sí, era yo, no supe qué hacer cuando no me contestaron y decidí esperar para marcar de nuevo. Siento mucho molestarlo a esta hora, pero la señora Carmen insiste en que suba usted.

—¿Está jugando? Hágame el favor de salir del departamento de mi abuela y de no volver a marcar. Puede dejar las llaves bajo el tapete —respondo, y cuelgo el auricular. No quiero ni pensar en tal descaro.

Regreso a la cocina. La llamada me ha provocado náuseas. Deslizo los huevos por el plato hasta el bote de basura y pienso que tal vez mi madre haya dejado alguna nota en el espejo del baño. Le doy un trago al café, ya tibio, con la esperanza de aplacar un poco la sensación de espasmos en la boca de mi estómago.

No hay nada en el baño. Me lavo los dientes y el asco se aleja un poco. Pienso en Carmen todo el camino hasta mi cuarto y me acuesto con las rodillas pegadas al pecho. Entonces recuerdo que mi madre planeaba ir a ver a uno de los hermanos de mi abuela para saber si la cripta de la iglesia San José estaba a nombre de ella o de alguno de sus hermanos ya fallecidos. Dejo que mis pensamientos corran vagos entre las últimas imágenes relacionadas con mi abuela y decido que debo subir a ver si la enfermera se ha ido ya.

Me pongo una camiseta negra, los primeros pantalones que encuentro en el armario y unos zapatos deportivos. Tomo las llaves de ambos departamentos y salgo al cubo de las escaleras. La enfermera está parada algunos escalones arriba del descanso de mi piso.

—Señor Bernardo, perdone si lo molesté, yo sólo hago lo que me parece correcto. No es bueno que la señora Carmen permanezca como ahora.

—Comprendo, pero no puede estarse metiendo en la vida de los demás. Se le ha liquidado ya lo que le debíamos por sus servicios, haga el favor de entregarme su juego de llaves. Nosotros nos ocuparemos de lo que hace falta.

—Sí, aquí están —dice ella, con la mirada perdida en los mosaicos del escalón en que está parada, pero no parece que las traiga en las manos y tampoco que vaya a dármelas pronto—. No permitirá usted que pase más tiempo, ¿verdad?

—Las llaves, María —repito, y extiendo la mano. Ella rebusca en sus bolsillos y alza la vista por un momento cuando me las entrega—. Tendrías que haberte marchado ya.

Su mirada es furtiva (¿Hay un dejo de rencor en sus ojos? No, seguro es sólo mi imaginación.)

—Sí, señor Bernardo, pero es que no puedo... Alguien debe hacer algo —dice. Yo no tengo deseos de repetirme. No me parece que una enfermera deba juzgarnos. Cada quien ve la vida a su manera y actúa en consecuencia, tan simple como eso. Como no contesto, ella sólo agrega—: Su abuela y yo confiamos en usted.

María vuelve a bajar la mirada y pasa a mi lado. Parece molesta, tal vez indignada, pero no habla más. Desciende por las escaleras hasta desaparecer después del rellano.

No sé si subir hasta el departamento de mi abuela o regresar al nuestro. Al final decido volver y encuentro a mi hermana subiendo las escaleras.

—¿Despierto en sábado a esta hora, hermano? ¿Estabas con...? ¿Estabas arriba?

—Me despertó María. No, no terminé de subir.

—¿La enfermera?

Asiento. Las últimas palabras de la conversación con ella resuenan en mi cabeza: Su abuela y yo confiamos en usted. Su abuela y yo confiamos en usted...

—¿Te dio las llaves? Desde que se acabó, mamá lleva insistiéndole para que las regrese.

Extiendo la mano y las enseño. Después uso las mías para abrir nuestro departamento y cuelgo todas en el portallaves de la entrada.

—¿Sabes algo de mamá? —pregunto mientras me quito los zapatos deportivos.

—Sí, habló con el tío David.

—Entonces, ¿la cripta está a nombre de la abuela?

Mi hermana no responde, se sienta en la pequeña sala de la casa, se quita los zapatos, dobla las piernas para poder abrazarlas y apoya la cabeza sobre las rodillas. Me mira fijo.

No. Vamos a tener que conseguir dinero para otra —dice, como queriendo escupirlo de una sola vez y no repetirlo nunca.

Y para lo demás, también para lo demás. —Su abuela y yo confiamos en usted. Su abuela y yo confiamos en usted: la voz de la enfermera persiste.

Ambos callamos. Me siento en otro sillón e imito su forma de sentarse. Reflexiono sobre el dinero que no tenemos, pero termino pensando en mi propia muerte, con los ojos clavados entre mis pies.

Yo no quiero una cripta, quiero que me entierren. —Las palabras despegan de su camino por el tapete a los ojos de mi hermana, quien ahora me mira esperando que le explique. Lo hago—. Las criptas me parecen antinaturales. Frías. Algo que te separa de la tierra y de los vivos, rompe el ciclo orgánico que se ha de seguir. Si te entierran formas parte de la vida; tu cuerpo, quiero decir. Es algo natural, parte de un todo.

—¿Y para qué me dices eso? —contesta, mientras reanuda su búsqueda en la alfombra.

—No sé, para que lo sepas por si vives más que yo y no tengo otra persona que se preocupe por mi muerte o mi cuerpo.

—Mmm... no quiero seguir hablando de eso. Voy a dormir un rato —dice, baja las piernas y se dirige a su cuarto. Nunca le ha gustado hablar de la muerte propia ni ajena.

Pienso en María, en la abuela Carmen y en su departamento desmembrado, casi vacío. Siempre he creído que los muertos también pueden sentirse solos.

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