Por las noches la marea rebosa una cuenca tras las primeras dunas. Ahí se forma una laguna de no más de tres metros de diámetro, de no más que mis tobillos de profundidad. Al caer la tarde ya no existe; el aire caliente o la arena la han absorbido (una gota cruzó la Tierra, cayó hacia el universo y se convirtió en estrella). A la noche siguiente, se vuelve a llenar; los días de luna alcanzan mis pantorrillas. En la mañanas me despierto muy temprano, cuando aún todo es morado y blanco, y salgo con mi bote: un caracol pequeño. Entro en él y navego sin poder divisar los horizontes. Al salir, la mar es el doble de infinita.
La luz quieta pasa por encima de las paredes de este viejo callejón. En el piso escurre un breve llanto, a través de las grietas y de los desniveles; la memoria de este sitio aún le canta a los que secaron el nombre de los canales y de los lagos. Aquí, escondidos, corren los años entre las venas del silencioso Xochimilco.
Todo lo veo desde la entrada. Apenas cruzo el umbral de este callejón y caigo sorpresivamente en el fondo de la coladera, que duerme en este suelo afligido.
Estoy en un mundo que permite el transcurrir de un pequeño haz de luz, atorado entre las rendijas de la puerta, que está por encima de mi cabeza. Mis pies pisan la negrura del fango perfumado.
Camino… Los pasos ―de mis extremidades― hacen la estridencia de todos los altavoces del mundo. Al fondo hay otra luz. Aquí todo está oscuro.
A la mitad del transcurso, justo en la conjunción del comienzo y del final, tropiezo con la esquina de un peldaño que me invita; subo por cada uno de los rectángulos que construyen las respuestas que buscaba antes de llegar aquí.
Llego al final de las escaleras y otro haz de luz sale por las rendijas de esa puerta; se iluminan el marco de mi salida. Esta vez, es tenue el grito refulgente del llamado.
Con toda la voluntad de mis dedos, tomo la manija que abre el aterrizaje hacia el mismo lugar del comienzo.
Estoy al final del callejón que llora grietas, puertas, coladeras, puentes sobre los canales de lirios viejos; faroles que llueven sobre mi cráneo y que abrazan a mis sienes mancilladas.
Siento la frente despejada. Mi cuerpo está lleno del fango cual cicatrices subterráneas.
Mis sentidos digieren la opacidad tan espesa del viento y hago equilibrio con el farol que está afuera de la puerta de mi casa.
II
Despierto. Ya es de día. Me encuentran tendida por encima de una gran grieta del piso. Alrededor de mí hay un círculo de personas, con la cabeza agachada, que observan la simulación de mi cadáver.
Cuando abro los ojos, surge, de nuevo, la blancura que nadie ve. Todos, huelen la oscuridad de mi cuerpo. Quiero hablarles y sólo logro que tintinee el blanco y negro cuando abro y cierro los ojos. Nadie establece comunicación conmigo.
Bailan, todos bailan al mismo ritmo del tintineo sin darse cuenta. No pretendo marcar un ritmo, pero me gusta la armonía.
DIME CÓMO quieres que te quiera, y lo hago. ¿Con eufemismos o con la sangre? ¿Prefieres aire asfixiante, fuego congelado, agua sedienta o tierra infértil?
¿Me dirijo a ti con apagada dulzura? Para que mi garganta sea un pequeño enjambre de abejas que al volar se transformen en miel fundida entre la flama de tu corazón.
Acaso deseas que mi mirada sea distante como un horizonte. Me convierto entonces en la más lejana estrella, para seguir contemplándote sin que tú puedas distinguirme, aunque sepas que sigo ahí.
Tal vez quieres que mi presencia sea leve como las hojas de otoño. Así revivirás las memorias del reciente verano cuando ellas crujan sumisas ante tu callado respiro, ya sin ese sol impetuoso hiriendo tu piel.
Quizá prefieras mi silencio. En ese caso, congelo mi voz y caigo en el mutismo sin queja, como copo de nieve que se desmaya leve entre las agujas de los orgullosos pinos.
Puedo seguir siendo flor del campo para ti, si gustas. Me crecerán las espinas en el tallo algunas veces y puede que me marchite en plena primavera, pero siempre conservaré ese perfume que tú esparciste entre mis pétalos.
¿O acaso has de pedirme que me aleje? Impondría el infinito entre los dos, para que no me halles ni en el olvido.
Si es tu antojo, me vuelvo mariposa diminuta cuyo sutil revoloteo no estorbe tu camino, a la que puedas apresar con delicadeza entre tus alucinantes manos cuando así te lo dicte tu capricho.
Incluso puedo ser nada cuando así lo decidas. Desaparezco de tal modo que no alcance a ser la sombra del más lejano recuerdo, ni siquiera el espectro de alguien que nunca existió.
Hago lo que quieras para hacerte feliz aunque no lo pueda ver, pese a que no verlo me duela y el dolor me mate, y al matarme alimente con carne, con lágrimas, las cenizas de este amor que se yergue, cínico, testarudo, orgulloso, sobre las mías.
"...¡oh! libro que has entrado, que has entrado entre mis venas; ¿que despiertas en ellas? se han secado; dejad pasad el viento del recuerdo, por entre los guijarros que antes fueron el cauce de un torrente; dejad soñar un poco al Solitario; y dejad la tristeza voluptuosa, envolver su dolor; mi orgulloso corazón es un estuario, donde vienen las olas del Recuerdo, á cantar su canción, cuando anochece; es bello, en el crepúsculo sereno, ver el perfil brutal de lo Pasado, alzarse como un monte en el Silencio; dejadme en el topacio de la Tarde, desgranar mi rosario de recuerdos; y resurjan las rosas pensativas, que ornaron mis jardines otro tiempo; dejadme acariciar con mano trémula, la melena de luz de los Ensueños; ¿de qué viven los niños? de esperanza; ¿de qué viven los hombres? de recuerdos; recordemos; y ya que no esperamos, vivamos y soñemos." &&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&&& De sus lises y de sus rosas. Capítulo Final, Pedro César Dominici. Releyendo "Tristeza Voluptuosa" José María Vargas Vila Librería de la viuda de Ch. Bouret París. 23, rue Visconti, 23 México. Avenida Cinco de Mayo, 45 1912
Resueltos caen los sedosos amantes de tus hombros, quienes con su tacto acariciante seducen, embelesan a tus tersas estepas amieladas.
Desafiantes caen tus doradas mieses espigadas, coloreadas, bruñidas por el sol y alimentadas por el perfume emanado del breve valle de tu nuca.
Discretos caen tus topacios filiformes: dibujantes de una lluvia suspendida, lacia y ambarina, artistas del alegòrico recuerdo de un crepùsculo veraniego.
Hay un mapa del cielo, tres estrellas descansan en medio de tus ojos y otras más navegan en tus mejillas. ¿Cómo encontrar un rumbo, si tú mirada deslumbrante siempre me pierde?